Civismo. De esta
palabra dice la Real
Academia de la Lengua: comportamiento respetuoso del ciudadano con
las normas de convivencia pública. Y ustedes se estarán
preguntando, ¿a qué coño narices viene esto? Pues
sólo quería ponerles en antecedentes, antes de empezar con los
dislates que habitan mi cabeza.
Sábado. Once de la mañana. Calella de Palafrugell. Conduzco plácidamente mi coche, escuchando buena música y acompañado de mi novia en mi primer día de vacaciones. Perfecto, ¿verdad? Pues están equivocados.
Quiso el azar no otorgarme la cualidad de ser sociable, y cuando me encuentro en un lugar atestado de gente, sufro... y mucho. Como les explicaba, conducía en dirección al centro de Calella, pues pensaba dar un paseo por el bello camino de ronda, que lleva hasta Tamariu. Primer problema: encontrar aparcamiento.
¿De dónde han salido tantos coches? Es imposible que haya tanta gente en el mundo para conducirlos todos. Me da igual, estoy de vacaciones.
Muchas vueltas al pueblo después, estacionar se convierte en una afrenta personal.
¡Me cagüentoloquesemenea! ¡Yo aparco por la gloria de mi madre!
¿Y si vamos a otro sitio? –decide intervenir mi novia.
¡Ni hablar! Esto ya es un reto personal.
Bajamos, nosotros y quince coches más, por el Passeig de la Torre, una calle sin salida, pero con bastantes plazas de aparcamiento. Con toda la ilusión del mundo, espero que todos los astros se alineen para que un automóvil decida desocupar su plaza y que los vehículos que me preceden no se den cuenta de tan extraordinario acontecimiento. Pero mi sueño no se cumple, y el conductor del coche que nos antecede decide parar, en mitad de la calzada, para saludar a un amigo. Tras alegrarme unos segundos por el feliz reencuentro de los simpáticos camaradas, pienso en que el amistoso chófer podría apartarse, puesto que sitio había de sobras, para dejar pasar al resto de coches, que parecen congratularse también por la charla de los amigos, pues les vitorean con pitidos de sus autos. Pero decido no angustiarme, porque estoy de vacaciones. No podemos adelantarle, ya que por el otro carril circulan otras muchas máquinas invasoras de la localidad. Cuando ya se han puesto al día, el piloto nos obsequia con una hermosa cara de asco y un precioso dedo corazón en alto. Que majo, pienso.
Tras unos minutos (he oído decir que una hora son sesenta minutos), logro la gesta, la hazaña, la proeza de ubicar mi coche en una plaza cercana. Casi más cercana a Palafrugell que a Calella, pero no importa... estoy de vacaciones.
Un paseo de cinco minutos y dos chapuzones después, mi estómago me avisa de que es hora de comer. La búsqueda de restaurante se convierte en una odisea similar a la de aparcar. Locales abarrotados de gente y terrazas llenas de personas que se tuestan al sol.
¿Es necesario que esos tíos sin camisa me demuestren que sus brazos parecen tres de los míos?
Bueno, no quisiera desviarme del tema. A punto de desfallecer por inanición, encontramos un garito que nos puede facilitar algunos víveres a cambio de un poco de parné. Sesenta euros por unas ensaladas y unos pedazos de carne que parecen cortados a bocados.
Perdone, simpática camarera, ¿hemos roto alguna cosa?
No, al parecer no habíamos roto nada, pero debía de ser una estrategia de los camareros para ahuyentar a los clientes y así no tener que trabajar tanto. Estrategia baldía, porque en el local no paraba de entrar gente, convirtiendo el servicio de los camareros en una carrera de obstáculos de las mesas a la cocina. Mientras tanto, los buenos clientes no movían un pelo para facilitar la labor a los mozos y mozas que se afanaban por servirles. Con la laringe ardiendo por culpa del cortado con leche fría que había pedido (nota mental: dejar más propina la próxima vez), salimos del claustrofóbico antro y decidimos volver a casa, cansados por la intensa aventura y también por la caminata, tengo que admitir.
Mi compañera de fatigas, mucho más pródiga que yo en rememorar acontecimientos, me informó de la conveniencia de pasar por el supermercado, si queríamos ver en la nevera algo más que un cartón de leche casi vacío y ese medio limón que suele venir de serie en todos los frigoríficos, y al que sólo le falta hablar. Una vez en el autoservicio, provistos de un carro que requería de toda mi concentración para mantenerlo recto, realizamos la compra sorteando personas y otros carros que barraban el paso a los transeúntes, para hacer más amena la compra. Entonces llegó mi momento preferido: pagar en caja. Llegando a la línea de cajas, reparé en otro señor que se percató de mis crueles intenciones: situarme antes que él en la fila para realizar el abono de los víveres adquiridos. Después de contemplarnos por unos instantes, nos lanzamos al galope, cuales Fernando Alonso y Lewis Hamilton en busca de la bandera de cuadros al cruzar la meta. Haciendo alarde de mi velocidad, y de mis veinte años menos que mi rival, derroté a mi digno adversario, que con una sonrisa en sus labios aceptó su derrota. O quizá no. Su mujer, sin ningún producto en las manos, guardaba una plaza en la cola a su cónyuge. Y mi pareja aún decidiendo los cereales del desayuno. Si es que veinte años de experiencia son muchos. Que sí, que estoy de vacaciones, pero la mosca se está situando tras mi oreja.
Cuando llega nuestro turno, la cajera del cubículo contiguo, minusválida para más señas, me pide si la dejo salir, pues tiene que pasar del asiento de la caja a su silla de ruedas, y ocupar el pasillo que transito. Decido hacer la buena acción del día y, sonriente, asiento con la cabeza. La señora planta la silla en mitad del pasillo al tiempo que una amiga entra al supermercado.
¡Hola! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Bla bla, bla bla bla, bla bla...
Bla, bla bla bla bla...
Dos minutos después, colmada mi paciencia y notando las navajas en mi espalda de los clientes que me siguen, decido apartar la silla de ruedas y pasar, mientras la mujer incapacitada me ignoraba y seguía a lo suyo. Tras cargar la compra en bolsas y liquidar la cuenta, doy las gracias a la cajera inválida, sobre todo para pensar en los demás, y me marcho del mercado, no con una mosca tras la oreja, sino con un moscón.
Si no fuera por las vacaciones de sosiego y relax...
Cargados como mulas llegamos a nuestro portal, que se acaba de cerrar. Una mujer examina su buzón de correo, mientras dejo las bolsas en el suelo y saco las llaves para abrir. Sin ningún tipo de pudor, la amable dama entra en el ascensor y pulsa el botón de su piso, al tiempo que entramos al vestíbulo. Con un ademán de lo más altruista, se mesa el cabello y deja que se cierren las puertas cuando nos acercamos al elevador. Varias blasfemias e improperios después, escucho como el ascensor se detiene en el primer piso.
¡Será mala guarra! ¡Pero si sólo hay diez escalones!
Por fin entramos en casa y, tras ordenar la compra, me siento ante el ordenador para escribir las peripecias de mi primer día de vacaciones.
¿Están esperando la moraleja? Pues no la hay. Tan sólo una breve reflexión. ¿Por qué lo llamamos civismo? Si el ser humano es egoísta por naturaleza y sólo le importa lo que sucede en su pequeño entorno, ¿no sería más lógico cambiar los términos? Voy a enviar una propuesta a la RAE para que el término «cívico» pase a ser “hijoputa sin miramientos”, e «incívico» podría ser “persona respestuosa con quien le rodea”, pues es mucho más complicado encontrar a estos últimos.